Equipo de Intervenciones Teatrales Espontáneas (ITE) La Plata Argentina

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domingo

Las cárceles para chicos, donde la reinserción aparece lejana y hostil

CLARIN / DOMINGO 07 DICIEMBRE 2008

COMO SON LOS ESTABLECIMIENTOS PARA MENORES


En el Instituto Almafuerte, 44 menores viven en calabozos de castigo.

Dos metros por lado, piso de baldosas, paredes blancas y la ventanita enrejada en lo alto, además de una puerta maciza y ciega. Poco más para ver: un colchón finito sobre la cama de cemento, la ducha sin grifo, un pozo para las necesidades. Eso es todo lo que acompaña los días y las noches de los detenidos en el Instituto de Menores "Almafuerte", en Melchor Romero, cerca de la ciudad de La Plata. El nombre de Instituto encubre lo que es en realidad una cárcel de máxima seguridad, con calabozos de aislamiento en vez de celdas y la posibilidad cierta de no ver a nadie por semanas, más que la cara del hombre de vigilancia que, cuando le parece, asoma su cara o un plato de comida por la mirilla.

Ese es el mundo en el que viven hoy 44 chicos de entre 16 y 18 años, la mayor parte acusados por delitos graves, se supone que a la espera de una condena o de una libertad que, cuando llegue, los devolverá otra vez a las calles. ¿En qué estado? ¿Reinsertados o listos para delinquir?

Entre los habitantes del Instituto Almafuerte están dos de los acusados de matar al ingenerio Ricardo Barrenechea, en octubre pasado, un caso que conmovió a la opinión pública y reinstaló el debate sobre qué hacer con los delincuentes juveniles. Clarín habló con uno de ellos, Jonathan, y comprobó que sus días están lejos de estar dentro de un proceso de rehabilitación. Para empezar: tiene sus nudillos pelados, producto de las mordeduras que viene ejerciendo sobre sí mismo para paliar la desesperante braza de nervios que lo persigue por haber dejado de consumir el paco con el que convive desde los once años. "Por las noches veo muertos que me persiguen", fue una de sus frases (Ver página 34).

El Instituo Almafuerte no es ni siquiera el peor de todos, ya que es uno de los pocos de la provincia que cuenta con docentes que les dan clases a los chicos, de acuerdo al nivel educativo al que hayan llegado. El ministro de Desarrollo Social provincial, Daniel Arroyo, admite que tienen "problemas estructurales en muchos" de los 11 institutos cerrados que hay en la provincia. Los calabozos característicos de esos institutos -los hay en la mayoría- se argumenta que no pueden ser clausurados porque no habría dónde poner a los chicos. Además, hay otros 17 "Centros de contención", pero que son de atención temporaria y permiten la salida de los internados.

Los institutos cerrados como el Almafuerte tienen, además, sistemas muy rígidos de disciplina, que autorizan incluso a encierros prolongados, de días o semanas. Eso le ocurrió a Jonathan la semana pasada. El miércoles pasó todo el día en su calabozo por haber llamado "violín" (violador) a uno de los vigiladores. A metros suyo, en otra celda, otro de los detenidos fue confinado a una semana de encierro por intentar prender fuego a su colchón.

Los directivos del Almafuerte son de los que creen que el sistema debe cambiar y pronto. Pero los cambios no son sencillos, porque hay formas de trabajo históricas en los cimientos. Y ni siquiera cuentan con los recursos materiales ni el personal suficiente. Lo que más falta: psicólogos y especialistas en el tratamiento de las adicciones, un drama que arrastran casi todos los detenidos. Hasta hoy, los institutos no han logrado coordinar con otras áreas de gobierno, el ingreso a los institutos de los especialistas de otros programas de asistencia.

Esa falta de eficacia explica, al menos en parte, lo que ocurrió a mediados de noviembre en el Instituto Cerrado de La Matanza, que se había inaugurado diez días antes. Dos chicos, uno de 16 y otro de 17 años, fueron encontrados muertos, aparentemente suicidados. Uno de los dos chicos tenía antecedentes de intento de suicidio, pero aún así no recibía atención psicológica especial.

Quien conoce como pocos el drama de los adolescentes involucrados en delitos es Juan Manuel Casolati, funcionario de la Defensoría de San Martín y encargado además de varios comedores para indigentes en el conurbano. Casolati no lo duda: "El Estado y la sociedad se han desentendido de Jonathan y de tantos chicos similares. Esa es la foto del pasado: un joven peligroso y en peligro, cuyos gritos nadie escuchó hasta que acontece lo previsible. La foto del futuro tiene que ser con instituciones estatales que velen por la salud de la niños. Porque si son peligrosos, es porque antes estuvieron en peligro".

En el Instituto Almafuerte, dos investigadoras de la universidad de La Plata, Soledad Yebra y Aldana González, están entrevistando a los detenidos para indagar en sus planes a futuro, sus proyectos, en la influencia de la institución. Y apuntan un dato central del drama, el de la construcción de identidad: "Estos chicos, enmarcados en tal o cual realidad social, siguen construyendo su identidad, pero en este caso, con pautas distintas. Muchos de ellos se identifican con el Instituto que los alberga, es decir, esta institución cumple el rol de familia contenedora".

Ahí está, en plena adolescencia, la institución como familia contenedora. Con esos calabozos de aislamiento, sin lugar para colgar pertenencias, la poca ropa de cada uno agolpada al final de la cama, apenas una foto familiar para recordarse que el mundo exterior no se ha ido para siempre. Eso da el Instituto: celdas casi idénticas, intercambiables, apenas alteradas por inscripciones en las paredes, como el dibujito que ha hecho alguien sobre una de las paredes. Es un dibujo algo enclenque, pequeño, pero basta acercarse un poco para verlo con claridad: es un chico disparando su revólver.

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